Relatos

Morado – Traducción del artículo de Karl Walz de 1925

Morado

Karl Walz, Santiago

Indeciso tomé mi mochila en la mano: ¿debo comerme ahora mi cecina valdiviana o el plátano que compré hoy en la mañana en la Plaza Italia? El problema era difícil y para pensar mejor me senté sobre el tronco de un árbol que estaba como un banco delante del refugio. La olla caliente llena de té la puse con cuidado a un lado.

Lo mejor serían ahora algunas empanadas, como las que vendían en el Melocotón, pero ahí yo ya estaba con la vista fija en el valle del San José por lo que alcancé a comprobar -de forma distraída- que la persona delante mío había comprado las cuatro últimas. Mi preocupación no disminuyó con la observación de que en San José y todavía más al descender del tren militar en El Volcán, el cielo se cubrió. Afortunadamente el tiempo mejoró durante la marcha por el valle. El volcán cubierto de nieve hacia el cual nos dirigíamos, rara vez se asomaba entre las nubes y la cumbre no se lograba ver. Como un buen augurio para el tiempo fue hablar con uno de los jóvenes que llevaba un sombrero de paja y que iba cargado poco profesionalmente con una mochila. Ellos van a pasar una noche bastante fresca puesto que desde acá no hay otro refugio hasta las Yeseras y hoy no las van a alcanzar.

De pronto tuve que levantarme para «agradecer» a un camarada que por un largo rato había mantenido el divertido juego del balanceo sobre el tronco hasta que me botó mi olla con el té. Se alejó rápidamente así que sólo a la distancia le pude enviar mis agradecimientos.

Tras este derroche de energía, me comí mi cecina y el plátano, puesto que al otro día necesitaríamos energía para escalar el Morado.

Es siempre el mismo devenir de las cosas: primero se tienen conversaciones desenfadadas, luego los ánimos se calman un poco como consecuencia de la comida, con monosílabos se mira fijamente el fuego que lentamente se va apagando. Uno tras otro va abandona y se va a acostar y finalmente uno está sentado solo en la noche tranquila y deja actuar al cielo estrellado, mira al fondo sobre la montaña una mancha blanca, primera señal de la luna que está saliendo, siente finalmente el viento frío de la noche que viene desde los hielos eternos hasta acá abajo y se acuesta a descansar.

Después de haber hecho a un lado varios pies de mis camaradas de mi lugar de descanso, dormí hasta el amanecer. Sólo una vez me desperté cuando el teleférico, que pasa junto al refugio, comenzó a funcionar con un fuerte ruido. Ojalá que los dos caminantes no hayan encontrado su lugar para pasar la noche bajo el cable del teleférico, se me pasó por la mente, puesto que el tramo está sembrado de blancos bloques de yeso que caen de las carretillas.

Apenas aclara, partimos. Cuando hace tanto frío, uno no se preocupa de lavarse. Unas muecas mirando el agua que corre son muchas veces suficiente. En el refugio al lado nuestro también hay vida. Un cretino arrastra leña. El cuerpo como el de un niño. cabeza y brazos como un adulto.  Es triste que en estos valles, donde la naturaleza es tan grandiosa, las personas, a través de su endogamia, producen los peores ejemplares del reino animal.

Primero hay que cruzar el río, luego avanzar por un par de horas hacia el interior del valle de Morales hasta que junto a una fuente de agua mineral se hace una pausa. Un agua tan buena no había tomado nunca. La fuente está arriba de una roca y el pedazo por donde corre el agua tiene un intenso color rojo debido al alto contenido de hierro. Sólo por esta agua vale la pena el esfuerzo de venir hasta acá.

Cada vez más cerca del Morado con su peculiar y torcida cumbre. Parece inescalable, puesto que la roca es muy quebradiza. Se acaba la vegetación y, sin embargo, nos encontramos algunas vacas allá arriba. Vienen hasta acá para beber puesto que el riachuelo del glaciar se ensancha acá formando una laguna. Su color es verde profundo y encaja perfectamente con los alrededores que se reflejan sobre su superficie. De la arena café brillante y las rocas blancas iluminados pro el caluroso sol del mediodía, atrás de las puntas de los glaciares grises, un cielo profundamente azul con un par de nubes blancas que rápidamente pasan por la cumbre del cerro. Una señal de que allá arriba no está tan tranquilo como acá abajo.

Finalmente llegamos a las inmediaciones del glaciar. Son las 2:00 y un refugio fresco y sombrío sería muy conveniente. En realidad, encontramos abrigo contra el sol abrasador. No se trata de la casucha de madera de dos pisos de la mina abandonada que allá arriba nos cuenta de un fracaso (la mina creo que se llama todavía «La Fea»), sino que una interesante cueva de hielo nos invita a visitarla. En la entrada se puede estar de pie, más adentro se va achicando y finalmente la formación se transforma en una garganta negra de la cual mana ruidosamente el riachuelo del glaciar. Con gusto me habría metido, puesto que no lejos de ahí hay una segunda cueva de hielo que me habría gustado poder ver desde abajo. Sin embargo, la cosa es de cuidado, ¿quién sabe si es que quizás sólo se necesita de un golpe de bastón para hacer caer una de las enormes capas de hielo?

Esta cueva de hielo superior, en realidad, no es una cueva, sino que un palacio. Sólo lo pude admirar a través de un hoyo en el techo. Como un campanario se hunde, el riachuelo mismo está cubierto, por todas partes cuelgan carámbanos de hielo, desde los más pequeños a los más grandes, formando las columnas de este palacio blanco. Tuve que pensar en las oscuras cuevas con estalactitas de mi patria, que a veces se extienden hasta la mitad de un cerro y donde siempre lo pasé mal cuando se me apagó la vela de la linterna. Pero lo que allá hicieron miles de años, acá pasó en corto tiempo. Allá cada gota de agua que cae deja un poco de cal, acá se congela el agua y forma las figuras más asombrosas. Por mucho rato no se puede mirar acá con tranquilidad. ¿Qué tan grueso es el techo sobre el que me encuentro? ¿Qué suceso está esperando para caer en las profundidades?

La estadía bajo el hielo nos anima de nuevo, una fuerte mascada a las provisiones también hace lo suyo y más frescos que nunca iniciamos el regreso.

El sol ya desapareció y la luna arroja su pálida luz sobre el paisaje. A media altura estamos de nuevo en el valle del Volcán y miramos hacia nuestro antiguo campamento. ¡Nuestro antiguo campamento! Qué familiar le resulta a uno un lugar donde, voluntariamente y sin las convulsiones de la ciudad, pasa una noche. Como un hilo blanco de plata reluciente serpentea el río a nuestros pies por el angosto valle y cuando el viento sopla hacia arriba se escucha su suave susurro. Como un gran cerrojo al final del valle se encuentra el macizo del volcán. Sus dos cumbres blancas se elevan hacia el cielo estrellado y nos envían su frío aliento.

¿Aliento frío? Estamos junto a los baños de cal, que acá se forman como terrazas, uno sobre otro, uno más caliente que el otro. Rápidamente nos sacamos la mochila, lentes y las otras prendas para sentarnos tan rápido como es posible en las cálidas piscinas. Algunos minutos de fiesta en el agua, frotaciones y ejercicios para recuperar el calor, vestirse y continuar la marcha.

El baño nos ha fortalecido. Repentinamente despierta el sentimiento de hambre. Pronto estamos junto al fuego del campamento. Veo negra la supervivencia de mi segunda cecina de Valdivia.

Traducción: Álvaro Vivanco

Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1925 Heft 5/6