El Ascenso del Aconcagua del 4 de Noviembre de 1932
Por Albrecht Maass
Participantes: Dr. Borchers, tercer director del D.uOe.A.V., Erwin Schneider (Sección Hall-Tirol), Albrecht Maass (Sección Chile), Erwin Hein (Sección Linz y Santiago), hasta el campamento alto a 5500m.
Sábado, 29 de octubre de 1932: Viaje en auto desde Santiago hacia Juncal y ahí en mula hacia Las Cuevas, donde los animales se cambian. Desde Las Cuevas partida a las 4:00 hacia Puente del Inca que es alcanzado a las 6:30 de la tarde del domingo. Alojamiento en el hotel Puente del Inca.
Lunes, 31 de octubre. Día de descanso para preparar la expedición al Aconcagua. El tiempo está bastante ventoso y frío. la vista parcialmente cubierta por nubes. Hacia la tarde aclara, noche estrellada.
Martes, 1 de noviembre. Partida a caballo a las 7:30 con un tiempo magnífico. Por el valle de las Cuevas hacia arriba (por donde corre la línea del ferrocarril) hasta la entrada del valle de Horcones, que se desvía del valle principal hacia el Norte. Pasamos junto a la laguna Horcones con espléndidas vistas al Aconcagua al fondo y al cerro de los Almacenes a la derecha, más tarde el cerro de los Dedos a la izquierda hasta el glaciar de Horcones. Vista al cerro Catedral a la izquierda y al cerro Cuerno al fondo.
Campamento a 3800 m en Horcones casi libre de nieve con la excepción de pequeños neveros en los pliegues del terreno.
Tiempo bueno al comienzo, luego ventoso que nos hace pasar frío con nuestras ropas relativamente livianas. Llegada al campamento a las 5:00. Noche clara y sin viento.
Miércoles 2 de noviembre. Partida a las 7:30 con mulas hasta los 4000 m donde junto a la conocida gran roca se levanta el campamento base. Las mulas son enviadas de vuelta con el guía con la misión de recogernos nuevamente en 4 días.
Los cuatro compañeros se reparten el equipo con 2 portadores y comienzan desde ahí el ascenso a pie. La ruta inicialmente va por un nevero que ofrece pocas dificultades, luego por acarreo por una huella bien marcada que facilita el avance. Cuerda y crampones los dejamos abajo para ahorrar peso y no los echamos de menos durante toda la expedición.
Nuestros porteadores no están en la mejor forma, ascienden lentamente detrás nuestro. A las 2:00 Schneider y Hein alcanzan a los 5000 m, bajo unas abruptas rocas, un lugar protegido del viento en una canaleta que, en invierno, con seguridad es muy peligrosa debido a las avalanchas, donde se encuentra una antigua mochila. Ésta contiene lo siguiente:
1 tarro de cocoa peptonizada, 2 tarros de leche condensada, 1 tarro de salmón, 1 tarro abierto de queso en láminas, 1 tarro con azúcar y galletas de soda, 1 tarro intacto de galletas para waffles que nosotros abrimos y comimos. Los terrones de azúcar y las galletas de soda fueron agregados a nuestras provisiones, el tarro vacío lo llevé yo hacia abajo. El resto de la comida se le entregó a los porteadores, los que también intentaron liberar la mochila, que estaba congelada, del hielo y sin romperla no era posible hacerlo. La mochila pertenecía al inglés Marden, fallecido en el Aconcagua en julio de 1928.
Como los dos porteadores sólo haciendo un gran esfuerzo habían alcanzado este punto y parecía dudoso que en un tiempo previsible se pudiera encontrar un mejor lugar de campamento, se levantó acá, en la línea del acarreo, protegido por las rocas, una plataforma para armar sobre ella la carpa.
Nos encontrábamos en la ladera Noroeste del Aconcagua, teníamos una vista directa hacia el norte al cerro Cuerno (5400 m) y a nuestros pies al glaciar Horcones.
Un intento, realizado por mí, de ascender al portezuelo ubicado unos 400 a 500 m más arriba y que lleva desde el Aconcagua por algunas insignificantes puntas hacia el Cuerno, para informarse de la continuación de la ruta de ascenso, fracasó. Tras aproximadamente unos 350 m de ascenso volví al campamento. El tiempo no estuvo bueno durante el día, el cielo un poco cubierto, pero sin el molesto viento de los días anteriores. La noche, en esta ocasión, no estuvo calmada; por el contrario, soplaron ráfagas aisladas muy fuertes, durante las cuales temíamos la caída de la carpa. Gracias a su estructura práctica que le ofrece poca resistencia al viento, resistieron los parantes de la carpa.
No se podía pensar en dormir mientras la plataforma sobre la que se encontraba la carpa era bastante pequeña y ambos porteadores se habían recostado sobre ella entre hielo y roca y, con la puna, toda la noche se quejaron y reclamaron. Para comer no quisieron nada, al contrario, vomitaron lo poco que habían comido en el camino.
El frío a la mañana siguiente, a pesar de la disminución del viento, era considerable tal como pude sentir en mis manos cuando tomé algunas fotografías del campamento y alrededores sin guantes. Haciendo eso corrí el riesgo de congelarme una mano, la cual ya insensible recién tras sacudirla y frotarla con fuerza volvió, con dolores en las puntas de los dedos, el flujo sanguíneo.
Ya que no quedaba duda acerca de que los dos porteadores podrían acompañarnos hasta los 6000 m, donde pensábamos armar el segundo campamento de altura, fueron reducidos los alimentos al máximo para evitar llevar peso innecesario. Entre tanto fue decidido, tras algún fallido intento de primer ataque, que la cumbre se alcanzaría desde el siguiente campamento.
Nuestra reserva de combustible («meta») alcanzaba apenas para el primer intento debido a que acá habíamos necesitado significativamente más para derretir nieve que lo que habíamos pensado. También lamentablemente la mantequilla se había quedado abajo.
El tiempo se veía otra vez esplendido, especialmente porque casi no había viento lo que hacía agradable el ascenso, además de que el solo no era molesto. La vista desde la arista entre el Cuerno y el Aconcagua, la que alcanzamos tras 3½ horas, era extraordinariamente clara y completa. El cielo, por la mañana todavía levemente cubierto, se había despejado completamente. Al mediodía aparecieron pequeñas nubes que no impidieron tener una buena vista. La emergente brisa de mediodía tampoco molestó, puesto que ya nos habíamos abrigado bien.
Por ejemplo, yo llevaba la siguiente ropa: una camiseta de lana (Dr. Jäger), sobre ella camisa deportiva de lana (franela), un chaleco de lana, una chaqueta sin mangas de cuero, un cortaviento con cierre del llamado Affenbaut (imitación de cuero hecha de algodón) y sobre todo eso una chaqueta que no tenía intenciones de ser impermeable. Sobre los gruesos pantalones de ski, bajo los cuales tenía calzoncillos de lana, tenía uno de los llamados pantalón para el viento de gruesa tela. Los pies estaban en un par de calcetines de lana de ski, plantillas de corcho en las botas de ski que lamentablemente no eran impermeables. A pesar de eso no sufrí meno de pies fríos que mis compañeros que tenían botas de montaña de primera clase rellenas de fieltro que no dejaban pasar la humedad mientras que yo debía cambiarme todos los días los calcetines y las plantillas. En las manos tenía mitones de lana, bien rellenos y con mitones de lona sobre ellos. Mis compañeros llevaban mitones de piel con mitones de lana debajo.
Para cubrir mi cabeza tenía al principio un digno sombrero de fieltro, el que más tarde fue cambiado por un gorro de cuero relleno con lana y que cubría la frente y orejas mientras una pequeña bufanda protegía el mentón y las orejas. El gorro bastante apretado me causó dolores en la piel de la cabeza que se transformaron en dolores de cabeza.
En la arista nos encontrábamos a unos 5500 m. En realidad, no se puede hablar de una arista: era un ancho portezuelo con algunas rocas desparramadas, desde el cual se ofrecía una vista completa a un mar de cumbres hacia el Noroeste, Norte y Noreste, entre las cuales la más destacada era el cordón de la Ramada con el cerro Mesa y atrás de él, todavía visible, el Mercedario. El portezuelo delante nuestro caía de forma bastante abrupta hacia el Norte. El ojo no podía ver lo suficiente entre la gran cantidad de cumbres, todas bien cubiertas por nieve. En un enorme valle en el Norte se podían reconocer dos grandes lagunas. ¿Quizás era el Valle Hermoso? La cámara se preparó con rapidez para tomar algunas vistas panorámicas y así retener en una imagen la inolvidable vista a la distancia. Luego vuelvo a encontrarme con mis compañeros que esperan a los porteadores en una hondonada protegida del viento.
Unos 150 m más abajo se habían recostado los dos chilenos agotados y nos hicieron saber que no podían seguir ascendiendo por la nieve congelada sin piolet. La verdadera razón de su renuncia, sin embargo, era la puna y las consecuencias de lo mal que habían pasado la noche.
Schneider descendió hacia uno de ellos para tomar su carga. Yo me decidí a hacer lo mismo para, de esa forma, quedarme con nuestro equipo y luego discutir si es que nosotros solos cargábamos todo y donde podíamos armar el campamento. A nuestros porteadores los enviamos hacia abajo con la instrucción de esperarnos al día subsiguiente con una buena comida abajo en el campamento base y llevar durante el descenso las cosas dejadas a 5000 m.
El sol brillaba cálido en la hondonada en el portezuelo donde el amigo Hein y el Dr. Borchers nos esperaban. El lugar es seductoramente hermoso y cálido. El apetito también aparece. A esta altitud, donde normalmente el hambre falla, es una buena señal. ¿Tenemos que poner todas nuestras últimas fuerzas para llevar el equipo 500 m más arriba, alcanzar los 6000 m y luego completamente agotados armar el segundo campamento? Estamos a 5500 m, tendríamos 1500 m más para ascender y alcanzar la cumbre, un tramo largo para un día. Entretanto ya son las 3:00. La flojera triunfa. Decidimos armar el campamento acá, recuperarnos de los esfuerzos de la mañana para luego, temprano al día siguiente, conseguir los 1500 m faltantes. Mi propuesta de partir en la noche no encuentra eco. De esta forma nos ponemos de acuerdo de conquistar el tramo faltante temprano en la mañana.
La vida ideal en el campamento comienza. El amigo Schneider se recuerda por primera vez de sus artes culinarias y es incansable en crear todo tipo de sopas y bebidas fortalecedoras, que rápidamente encuentran su final. Se come y se bebe en cantidades que no se pueden considerar posibles. No hay signos de dificultades para respirar. La única preocupación la da el amigo Hein que se encuentra apático acostado en la carpa y muestra poco interés en la cocina de Schneider. Yo realizo una caminata para hacer la digestión desde nuestra hondonada hasta la orilla del portezuelo para disfrutar otra vez de la maravillosa vista desde el Norte hacia el Noreste que con el sol poniente cada vez se hace más plástica e impresionante.
Una fotografía más desde el campamento con el sol de la tarde, luego a la carpa mientras la luz del sol que se va produce indescriptibles hermosos colores sobre el salvaje mundo de los cerros. Sobre la ruta de ascenso estamos de acuerdo. No queremos subir por la gran ladera de acarreo, que se extiende desde las rocas bajo la cumbre hasta casi el valle de Horcones, sino que queremos dar un pequeño rodeo hacia el Norte y así subir por la arista entre el Cuerno y el Aconcagua que promete un terreno más firme. Bajo la arista de la cumbre queremos luego girar a la derecha hacia el Sur.
La noche estuvo tranquila y relativamente sin viento. A las 4:00 de la mañana del 4 de noviembre había agitación en la carpa. Me había hecho cargo de las bebidas calientes de la mañana, pero la cocinilla me dio dificultades. Como en la noche el combustible se había humedecido, no quería encender y mientras yo me resignaba a que el último resto funcionaría, la llama se apagaba nuevamente. Tras varios intentos se preparó el desayuno consistente de una mezcla de leche malteada (Ovomaltine), azúcar y leche, ninguno de nosotros quiso comer pan o galletas. El amigo Hein, que había estado muy tranquilo el día anterior, nos dijo que él no partiría con nosotros, no se sentía bien y tenía dolor de garganta. A las 6:45 estábamos listos para salir al último ataque al Aconcagua. El sol, que ya había salido hacía rato, prometía otra vez un día hermoso. Nosotros tres nos sentíamos bien y despiertos y esperábamos confiados en poder alcanzar la cumbre si es que no encontrábamos dificultades demasiado grandes u obstáculos inesperados. Yo era el único que llevaba una mochila, en la cual puse mi cámara fotográfica y un paquete de película. De provisión no más que 15 galletas, algunas ciruelas secas, caramelos ácidos, terrones de azúcar y un poco chocolate. Para beber no teníamos nada. Yo personalmente no sufría mucho de sed, sin embargo, mis compañeros, especialmente tras el ascenso y durante el descenso al día siguiente, se quejaban mucho por la sed mientras que yo ansiaba una comida abundante, en efecto, mi preferida era la cazuela.
A continuación marchamos por el portezuelo plano que está cruzado por algunos neveros, similar al ascenso por la arista Norte.
La roca era de una variedad y colorido como, hasta acá, en ningún otro cerro había visto. Con razón dice Güssfeldt del Aconcagua: «Este Aconcagua no es un cerro, sino que museo geognóstico.» Así encontré en un punto depósitos de azufre, tal como había encontrado en el Tupungatito, un volcán todavía activo, y pensé haber sentido el olor a azufre en mi nariz.
En capas, como grandes bandas, estratificando el cerro en terrazas, cambian los colores y formas de la roca. Por la ancha arista, que ascendemos lentamente, pero en forma constante, se levantan, como puestos de avanzada, grupos de roca fuertemente descompuesta detrás de los cuales buscamos protección del viento que sopla como por mi ropa como si no tuviera nada puesto. Poco a poco se acostumbra el cuerpo a eso y el calor del sol se siente cada vez más. A mis compañeros les pasa lo mismo, aunque su ropa a prueba de viento ofrece una mejor protección.
Poco después de dejar el campamento alto comencé a tener dolores de cabeza, probablemente debido a la gorra de cuero o quizás también por haber inhalado los vapores del alcohol al cocinar. También mi estado de ánimo se vio mermado por esto. Aparte de eso me sentía bien, gracias a Dios, y tenía confianza en que, con el tiempo, se me pasaran los dolores de cabeza. La primera gran pausa se hizo tras dos horas de ascenso, luego de constatar que ya teníamos, al menos, 500 m detrás nuestro. El Dr. Borchers y E. Schneider subía cada uno con un piolet, mientras que yo iba con dos bastones de ski con los cuales, al igual que al esquiar usando ambos brazos, avanzaba sin mayor esfuerzo. Quisiera señalar que una buena parte de mi relativa buena condición se debía a esta circunstancia ya que ascender de esta forma alivia extraordinariamente la carga sobre las piernas.
En una de las siguientes pausas el Dr. Borchers me dio un analgésico de la química Hell & Co., Berlin, «Eubo», que para mi sorpresa ayudó. Me tuve que esforzar por tragarme las dos tabletas sin agua, con lo que sentí ganas de vomitar y la primera tableta la tuve que masticar; pero los dolores desaparecieron casi al instante. Tras una media hora tomé de nuevo dos tabletas para alejar nuevamente algo de dolor que sentía, lo que ocurrió completamente. Durante el resto del ascenso no sufrí más dolores de cabeza y vi con el mayor optimismo el resultado de nuestro ascenso.
Por acá y por allá habían aparecido nubes que, en primer lugar, pasaban por los cerros hacia el Norte para luego acercarse al Aconcagua. Disipé las preocupaciones acerca de un empeoramiento del tiempo puesto que se trataba de pequeñas nubes solitarias que luego, en la canaleta, nos envolvieron por completo para, quizás cinco minutos más tarde, dejarnos nuevamente la vista libre.
Tras abandonar la arista, que habíamos seguido hasta abajo del muro de la cumbre seguimos por la gran ladera de acarreo hacia la derecha hasta encontrar una canaleta adecuada que, según nuestras estimaciones, debía conducir directo a la cumbre principal. Este fue el tramo más arduo del ascenso ya que el acarreo estaba extraordinariamente suelto e irregular. incluso grandes bloques se deslizaban con sólo tocarlos y no les daban sustento a los pies. De esta manera se agota el cuerpo rápidamente. Nuestro ritmo era aproximadamente la mitad de lo normal, las pausas se volvían más frecuentes y además la pendiente en la canaleta era cada vez más pronunciada. Estábamos bien protegidos del viento, pero con más frecuencia rodeados por neblina y nubes de las cuales, de vez en cuando, caía nieve. Entre medio disfrutábamos de la vista libre. Sin sentir especialmente hambre había comido de vez en cuando algunas galletas que junto al azúcar debían aumentar el suministro de calor. Algunas ciruelas secas detenían la creciente sed.
Así ascendimos lentamente realizando numerosas pausas. Adelante el amigo Schneider, en promedio 20 m delante mío, luego yo y unos 30-50 m debajo de mí, lentamente, pero con tenacidad, el Dr. Borchers con un brazo en cabestrillo, en el cual un gran furúnculo lo atormentaba y que había alcanzado su punto más sensible.
Ninguno de nosotros sufría de puna. De vez en cuando quedábamos sin aliento cuando se resbalaba debajo nuestro una piedra en la que se quería apoyar el pie o cuando se debía hacer con rapidez un segundo movimiento para pasar de una piedra suelta a un lugar firme. Aquellos movimientos que hacen perder el equilibrio son pagados con falta de aliento y palpitaciones y cuestan muchas pausas para reponerse y poder respirar de nuevo en forma normal. Se trata de un avance interminable por esta canaleta de acarreo. La vista, encerrada en la canaleta, con el único estímulo que da el avance de los compañeros más adelante y en nosotros la voluntad de conquistar la montaña, todo eso a pesar de que cuando cayera la noche nos tendríamos que forzar a pasarla. Como teníamos una media luna y que además en esta altitud disfrutábamos de un día más largo y que para el descenso no había dificultades que temer, nos veíamos con las mejores esperanzas.
Cada uno de nosotros había creído que tras pasar por la canaleta de acarreo comenzaría una de las famosas e interminables travesías por una arista, en la cual siempre tras la siguiente elevación se llegaba a la oculta cumbre. Así me había pasado en todos los cerros que había ascendido. Por esto es que la alegría fue mayor cuando Schneider, que iba unos 15 m adelante mío, lanzó un grito de alegría cuando a us izquierda, a unos 10 m de distancia, se veía un hito de piedra coronado por un piolet. Habíamos alcanzado la cumbre. Esta se trataba de una larga plataforma de unos 20 m por 6 m que se elevaba un poco hacia el Norte, donde se encontraba el hito. La roca consistía en placas de un gris oscuro que, a través de la meteorización, parecía hojaldre, andesita volcánica, de la cual están formadas la mayoría de las cumbres de los Andes.
La vista estaba, lamentablemente debido a la neblina, casi por completo cubierta. Una pequeña abertura hacia el Norte, que había estaba hasta ese momento libre de nubes, también se cubrió. Hacia el Sur, de forma borrosa a través de las nubes, se podía reconocer la segunda cumbre que, según nuestra estimación, debía ser unos 50 m más baja. La real diferencia es de 76 m. Fuera de eso nos rodeaba un mar de nubes.
Junto a la cumbre estaba, escondida dentro de una lata, una tarjeta de visita que contenía los siguientes datos:
«B. S. G. de la Motte, St Johns College, Cambridge. A. Ramsay ascent from campment 18 000 feet 10½ hours 10 de Marzo 1925.»
En primer lugar, tras 10 minutos, descendió de la cumbre E. Schneider a las 5:00. El ascenso desde el campamento alto hasta la cumbre había durado 10 horas, incluyendo todas las pausas. Tomé rápidamente una foto de Schneider al lado del piolet de la cumbre, luego una segunda de la cumbre con piolet, mis dos bastones, gorro y mochila, miré en dirección a la canaleta buscando al Dr. Borchers con quien Schneider y yo intentábamos entendernos a gritos. A pesar de la calma del viento -estábamos rodeados por gruesas nubes- y la relativa poca distancia fue imposible comunicarnos; un hecho que también se ha observado en el Himalaya y que se debe a una falla del oído.
Finalmente bajé a las 5:30 unos 50 m para esperar al Dr. Borchers, con quien esperaba subir nuevamente a la cumbre para tomar una nueva fotografía. Tuve que descender otra vez 50 m para hacer contacto con el Dr. Borchers que ascendía lentamente. Con eso perdí mi empuje. Decidí descender lentamente para así quizás tomar alguna otra foto. Lamentablemente no me pude poner de acuerdo con el Dr. Borchers si es que él quería usar el piolet, que yo había tomado de la cumbre para usarlo en el descenso, debido a que él quería dejar el suyo arriba. Temí que el Dr. Borchers no lo volvería a encontrar a su regreso así que descendí con mis dos bastones y el piolet.
La canaleta inferior estaba despejada, sólo de vez en cuando aparecían pequeñas nubes arrastradas por el viento, pero que desaparecían rápidamente. Hacia el Oeste se extendía un gigantesco mar de nubes en varias capas entre las cuales pasaban rayos de sol enrojecidos que iluminaban el valle de Horcones, mientras la medialuna con las primeras estrellas brillaba en el Este. Un espectáculo de la naturaleza como nunca había visto.
Cada vez que sufría una caída involuntaria en el acarreo aprovechaba el instante para admirar la maravillosa sinfonía de colores.
Tras el enorme gasto de energía se hizo notoria una gran relajación. El camino al campamento parecía interminable. Los diferentes neveros eran desiguales de forma que cruzarlos era una tortura. Con preocupación pensé en mi compañero que ahora debía descender sin bastones, miraba a menudo buscándolo sin ver nada de él en la oscuridad que ya comenzaba.
Tras tres tortuosas horas llegué agotado al campamento donde Schneider tenía un resto de algo líquido-comestible que me tomé para luego meterme rápidamente en la carpa que se había vuelto a levantar.
Una hora más tarde llegó el Dr. Borchers, un gran alivio para nosotros puesto que no creíamos que él, sin piolet, pudiera llegar tan rápido al campamento.
Casi no dormí esa noche, pues me faltó calor. Allá arriba tenía hambre, lo que aumentaba la sensación de frío. Los otros dos compañeros estaban en una situación similar.
Debido a que se cocinó en exceso en el primer campamento de altura, el alcohol seco casi se había acabado de forma que a la mañana siguiente no alcanzaba para una bebida caliente. Nos tragamos un resto de pan, comimos una mezcla de hielo y espantosa mermelada de frutilla, lo último que quedaba de provisiones. Mi estómago aceptó finalmente la comida debido a la falta de algo mejor; muy bien no me fue con eso.
En unas tres horas descendimos cómodamente hasta el campamento base, donde ambos porteadores nos salieron al encuentro y nosotros descansamos extensamente para recuperarnos de los esfuerzos.
El tiempo, que hasta acá había sido bueno, comenzó a cambiar. Los porteadores contaron que en la tarde anterior cayó nieve. Nos metimos a la carpa y esperamos a los animales que llegaron en la tarde. Durante toda la noche cayó nieve suavemente, lo que le dio a nuestro entorno un aire invernal.
A la mañana siguiente del 6 de noviembre salimos a caballo a las 9:30 para tras una cabalgata sin pausas llegar a Puente del Inca a las 5:00.
A continuación, nadie nos creía que hubiésemos estado en la cumbre del Aconcagua. Finalmente, el primero que nos felicitó fue el teniente de Carabineros argentino Pujato quien en diciembre de 1929 había participado de un intento de ascenso, pero que debido a una tormenta de nieve sólo había alcanzado los 6700 m y se había congelado un pie y un dedo de la mano.
Ahora éramos nosotros los héroes del día y nos veíamos, de forma más que agradable, molestados por numerosos reporteros que habían venido con ocasión de un banquete en Puente del Inca.
Luego llegó la hora de la despedida. Los señores Dr. Borchers y Schneider viajaron, invitados por ingleses, en auto a Mendoza, mientras que Hein y yo tomamos, al día siguiente, el viejo y conocido camino por el Cristo y luego con los esquíes bajamos a Portillo.
Muertos de cansancio llegamos en la tarde a caballo a Río Blanco desde donde, al día siguiente, en auto partimos a Los Andes y desde acá seguimos en tren a Santiago.
Albrecht Maass
Traducción: Álvaro Vivanco
Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1933: