Relatos

Ascenso de Gwinner al San José en 1920 – Traducción del artículo publicado en 1931

Ascenso de Gwinner al San José en 1920

Hans Gwinner, (actualmente en Valparaíso)

En la quebrada de la Engorda armamos la carpa en la tarde en un lugar protegido a 2400 metros de altitud e ideamos los planes para la exploración de las numerosas quebradas y glaciares de nuestro entorno. El lugar de nuestro campamento fue muy bien elegido en la orilla de un gran nevero cuya masa cubre el lecho de un torrente, delante nuestro se levanta la increíble altura del macizo del volcán rodeado por hielo y nieve y amenazante su negra pared de roca. Con ansiedad busca la mirada aristas y neveros convenientes que permitan el ascenso a la cumbre, pero ¿quién está en condiciones acá abajo de medir los peligros de la altura? Entonces mejor partir hacia arriba para tener una mejor orientación.

Campamento en el valle del río Colina

La mañana estaba despejada y cada línea del cerro se veía luminosa y clara. Ascendimos por interminables neveros, de un resalte en otro. Pronto hubo que evitar profundas grietas de glaciar o cruzarlas con mucho cuidado por delgados puentes de nieve y una gran cantidad de pedazos de roca sobre la nieva nos advierten acerca del peligro de ser golpeados por uno de ellos. La vista se vuelve más libre y hacia el Sur hacia el Oeste aparecen infinitos cerros. Hacia el mediodía hemos alcanzado los 4000 metros justo debajo del gran glaciar que se encuentra entra las cumbres Norte y Sur y que cubre la ladera este del cerro. Con trazos agudos comienza hacia el Norte un cordón en el cerro Marmolejo (6100 m) al Este y termina al Oeste en el cerro Morado (5060 m). Hacia el Oeste y hacia el Sur, hasta los cerros de Rancagua, pasa la vista por incontables cumbres y aristas que se iluminan con el brillo de sus hielos. Qué cerca se ven ahora las cumbres del volcán, hacia la izquierda subiendo abruptamente la cumbre Norte y la más amplia cumbre Sur más atrás con la característica forma de cráter entre ellas. Mi decisión estaba tomada, debía hacer el intento y tenía elegida la ruta de ascenso.

Al día siguiente ya quería partir, sin embargo, al amanecer el final del valle hacia el Este se encontraba cubierto por una gruesa niebla y la caída de unos copos de nieve que anunciaban una tormenta me hicieron desistir del plan y decidí esperar el desenlace. Y fue bueno hacerlo así. La calma del día de descanso fortaleció mis músculos para un trabajo más duro y el aquelarre de viento y nubes que comenzó en las alturas no castigó a la precaución tomada. Sí, habíamos intentado creer en una erupción del volcán; por arriba de las cumbres se elevaban hacia las alturas columnas de humo que después lentamente se extendían y desaparecían en el aire. Más tarde supe que se trataba de enormes masas de nieve levantadas por el viento, pero desde el valle no se podían reconocer y como el guía no estaba mejor informado se fortaleció la creencia.

Acostados en nuestros catres de campaña observábamos a la luz del sol hora tras hora la batalla en las alturas. Y la batalla se descontroló. Una magnífica mañana de domingo llegó luego de una tarde amenazante y me llevó a partir. El plan era simple; debido a la constante formación de nubes después del mediodía, quería subir hasta el lugar ya conocido, pasar la noche ahí y al día siguiente completar el ascenso.

Partí a las 8:00 a caballo para cruzar el valle y llegar hasta el inicio del nevero en la quebrada lateral. Después significaba ponerse la pesada mochila sobre los hombros con saco de dormir y cobertores, cámara fotográfica y algunas provisiones -charqui, harina tostada y pan- una botella con agua y cognac y ropa interior de abrigo.

Con los crampones puestos y el piolet tomado seguí avanzando, esta vez sobre las laderas hacia la izquierda -hacia el Norte- para evitar las grietas. A la 1:00 ya había subido desde los 2500 a los 4200 metros y encontré, tras una pequeña búsqueda, un lugar protegido para acampar entre las rocas. Gruesas capas de hielo cubrían las paredes por todos lados, pero puse piedras en el suelo y en la pared de forma que pronto el lugar se veía como un ataúd de piedra en el cual puse el saco de dormir. Luego me acosté sobre las rocas y me regodeé en la paz solitaria disfrutando de la vista.

Una hora tras otra fueron pasando y las nubes rodeaban cada vez más abajo los cerros. Por arriba mío se movían nubes negras y blancas en todas las direcciones en un eterno ir y venir. El sol se puso; lentamente se disiparon las nubes de las cumbres de los cerros que parecían sombras amenazantes. Y ahora en el vacío se movía cada nube como un patrón huidizo, se agarraba con firmeza acá y allá hasta que un fuerte viento de nuevo se la llevaba. Entonces cuando el sol finalmente se acercaba al horizonte y enviaba sus luminosos rayos por debajo del techo de nubes, brillaron los glaciares, ardieron las nubes que como llamas rodeaban las cumbres de los cerros. Color sobre color se formó en cada sombra en el Oeste y le dio el tono a las vistas cambiantes de los cerros hasta que se apagaron los últimos rayos. Con esta luz que se apagaba también se fue el calor del día -tiritando me fui a la cripta de mi cama de piedras.

Gracias a la calma del viento durante la noche dormí perfectamente hasta las 4:00 de la mañana, la hora en que comienza a levantarse el viento. Las estrellas estaban todavía claras en el cielo nocturno, aunque sobre la cumbre Sur del cerro había algo de nubosidad. Con cada fibra llena de esperanza miraba hacia arriba, de pronto la cumbre apareció con claridad hasta que una lengua de fuego, un cono de luz se levantó en su centro. Extrañamente me atrapó -¿una erupción del volcán?- y ya había pasado cuando la hoz de la luna estaba clara sobre el cerro.

Yo estaba afuera y cada segundo era valioso para conseguir mi propósito. Con extremada calma comencé mi trabajo; cada esfuerzo debía ser evitado y la fuerza regulada como en un trabajo de relojería. Lentamente guardé mi equipo en una cavidad adecuada, me puse la mochila solo con las cosas necesarias -cámara fotográfica, altímetro, algo de harina tostada, una botella con agua, cognac y un chaleco. A las 5:00 comencé la marcha, manteniéndome siempre por la arista rocosa y cruzando los neveros sólo ahí donde me faltaba una ruta de conexión. Porque a partir de esa altitud de 4200 metros los suaves neveros parecían haberse acabado -había penitentes del tamaño de una persona por donde mirara.

La luz se fue aclarando, los cerros comenzaron a relucir de a poco hasta que todos quedaron iluminados. Sólo yo me movía todavía en las sombras que la ladera del volcán proyectaba. Era fácil el avance por la roca dura y me parecía satisfactorio mi rendimiento. Luego estaba parado delante de una profunda depresión entre las masas de roca y evitando el esfuerzo del ascenso de una pared de unos 30 metros de altura, giré hacia la izquierda hacia un nevero más abajo para a través de él alcanzar la arista. Pero el terreno se puso más empinado que lo que parecía desde abajo y el hielo del glaciar se hizo visible. De repente, entre las paredes de los penitentes se asomó directamente a mis pies una grieta, no muy ancha, pero de cuidado y lentamente, paso a paso, a menudo con ayuda del piolet, saltando sobre grietas o rodeándolas, ascendí gastando mucho tiempo y energías. Finalmente alcancé de nuevo terreno rocoso y no lo abandoné más hasta la ladera de la arista que cae desde la cumbre norte. El acarreo domina unos buenos 100 metros más hasta arriba donde la roca vertical sólo se puede superar escalando. Todavía me alcanzaban las fuerzas y así llegué a la orilla, finalmente bajo la cálida luz del sol.

Una mirada al altímetro, que lamentablemente marca sólo hasta 5000 m, muestra que ya alcancé o quizás superé esta altura y que ahora el peso del ascenso eleva las exigencias del trabajo del corazón. Y al mismo tiempo rugía el viento gélido en aquellas alturas, quitándome el aliento y las fuerzas. Eso significaba regular y ahorrar el trabajo de los pulmones, del corazón y de los músculos; cada paso debía ser pensado y el lugar de cada pisada probado.

A la derecha alcanzaba un suave acarreo hasta un glaciar que todavía estaba cubierto por penitentes. Eso quería decir que había que seguir por la arista, primero por entre grandes piedras, luego por un terreno más suave haciendo cada vez pausas más largas en tramos más cortos. Sin embargo, incluso con la mayor precaución se desliza la tierra y lo que uno alcanzó con esfuerzo, rápidamente se pierde. Delante mío hay una piedra -calculo que haciendo cinco pausas la voy a alcanzar y debo detenerme veinte veces, recuperar el aliento y esperar hasta que el corazón retome un ritmo que me permita seguir avanzando. Al mismo tiempo se me congelan los miembros en la tormenta, sólo con mucho esfuerzo puedo sostener el piolet con la mano a pesar del doble guante de lana. Las botas mojadas por la nieve hacen que los pies se congelen.

De izquierda a derecha: cumbre del Marmolejo; cumbre Norte del San José de5740m alcanzada por Gwinner en 1920; punto alcanzado por la expedición de Barrington en 1922; cumbre de 5880m. Fotografía de Sebastian Krückel

Así se desmoronan y agrietan los nervios.

Lleno de odio veo delante mío la arista que sigue ascendiendo. La maldigo, me doy vuelta y asciendo en diagonal por el acarreo.

Así intento engañarme a través de pasos más rápidos hasta que el autoengaño se toma su venganza y se convierte en una carga doble para el ánimo. Entre medio del acarreo que se extiende en anchos brazos se ha acumulado nieve que hace que los pies se hundan y uno se entierre hasta las caderas.

Sin fuerzas cae mi cuerpo en la nieve blanda y la primera sensación me hace querer dormir y olvidar. Pero el viento frío despierta las decaídas fuerzas.

El momento se vuelve urgente puesto que las nubes amenazantes se acercan.

Finalmente, tras esfuerzos interminables, alcanzo el glaciar, que continúa plano hacia la arista a dos kilómetros de distancia del cono circular del cráter.

Los penitentes están como ausentes y su superficie se ve plana.

Sólo unos pocos pasos y el pie pasa de largo por la cobertura y se hunde más profundamente que lo que ya he estado en la nieve.

Y mientras estoy medio parado y medio acostado, utilizo el resto de aliento.

Siento que abajo mis pies pierden el suelo; rápido y con fuerza entierro el piolet, tiro y con la fuerza que me queda muevo el cuerpo hacia adelante.

¿Qué hacer ahora?

Despavorido pienso en el acarreo que dejé.

Despavorido miro la traicionera superficie del hielo.

Todavía siento suficiente fuerza en el cuerpo tras una larga pausa, la lana todavía mantiene lo que queda de calor, pero la voluntad se duerme en la lucha con la constante decepción.

Siempre mirar hacia adelante buscando una ruta segura.

Siempre haciendo el esfuerzo por dominar y evitar los peligros.

Entonces también el tiempo que se va, la amenazadora hora de las nubes que, con pausas cada vez más frecuentes, plantea la inquietante pregunta: ¿va a resultar, voy a alcanzar el objetivo o va a ser todo inútil?

Entonces busco el coraje, lo saco desde un rincón del corazón y forjo con él una gran maza.

Con ella me golpeó fuertemente mi tambaleante columna. Azoto la fuerza de voluntad para ganar nuevos impulsos.

Y paso a paso voy probando el terreno, evito los lugares donde se ha acumulado nieve.

Y avanzo en forma constante tomando aliento cuando el viento por segundos lo permite.

Lo consigo lentamente y avanzo y llego al pie del cráter.

Todavía hay 200 metros más de fácil acarreo, sin escoria, rocas ni neveros.

Así me amenaza con un esfuerzo infinito para convertirse en la tumba de toda esperanza.

Ahí me doy cuenta de que todo este largo tiempo, desde el despertar hasta este minuto, no he disfrutado ni un poco y siempre he exigido a mis fuerzas.

Por esto me saco la mochila y la abro, aunque el viento amenace con llevársela.

Un jarro con algo de harina y un poco de pan, me trago la mísera comida.

Y el coraje se ha reunido; asciendo con más tenacidad.

Los resbalones me son indiferentes, desprecio la tormenta, no escucho los latidos del corazón palpitante.

Y así con la voluntad a su más alta tensión, los nervios impulsados a unirse.

El pensamiento relegado a solamente a cumplir la tarea -así me convertí más tarde en el vencedor.

El sol se encontraba en su cenit cuando alcancé la orilla oeste del cráter. Y tuve que animarme, vitoreando en voz alta por lo conseguido. Sin embargo, era tan distinto. La terrible tormenta, que se desarrollaba con furia acá arriba, había ahogado mi grito. Tras esfuerzos enormes, tanto del cuerpo como del espíritu, se activó la reacción -una sensación suave casi me atrapa. Y tal como había sentido antes, no es el objetivo conseguido lo más grande, sino que la lucha para alcanzarlo y la mirada retrospectiva -el recuerdo final de todo.

Hoy pienso obviamente con alegría en ese momento allá arriba, tengo grabadas las imágenes que mecánicamente tomé. Veo la boca abierta del cráter a mis pies, veo la pared vertical levantarse al este, que en la mitad está destruida y los escombros que cayeron hacia adentro rellenando el espacio vacío en un caos elemental -el cráter parece apagado desde hace mucho tiempo. No hay nada de humo, no se ve ninguna huella de actividad anterior. Y la arista al Sur y al Norte está dividida por brechas profundas y abiertas de forma que hacer un rodeo es imposible. 100 metros de diámetro y 20-30 metros de profundidad debe tener el cráter, sin embargo, no pongo la mano al fuego por mis medidas a la distancia. Tal como lo están las paredes exteriores, también está libre de nieve y hielo arriba y al interior puesto que allá las permanentes tormentas se los llevan hacia abajo.

Entonces miro hacia el Norte y veo sobre la cumbre Norte, más allá del Marmolejo, el enorme Tupungato en su gran masa, el alguna vez ascendido Tupungatito, el Mesón Alto e incontables otros cerros en lo que brilla el hielo. Hacia Argentina se confunde la mirada en extensiones infinitas, tan lejanas y profundas que el ojo no las logra distinguir. Miro hacia el Este, hacia imágenes más familiares, mientras que al Sur cierra la vista la tercera cumbre del cerro.

La tormenta arrecia -rápidamente debo tomar la foto; quiero colgar la mochila del piolet, pero las manos congeladas están demasiado débiles y casi se me cae todo a las profundidades. Finalmente el trípode está firme y con dedos helados preparo la cámara; haciendo fuerza contra el viento voy a disparar, el cráter, la cumbre Sur y de pronto la tormenta me bota al suelo en un movimiento inesperado., algo que debí haber previsto y ahora tengo el pantalón abierto en la rodilla y las heridas, que con el frío duelen el doble, no dejan la posibilidad de recostarse en el suelo. Además las filosas piedras no son precisamente tentadoras. Luego dos fotos más, pero ¿qué va a resultar de esto si el cuerpo, en medio de una temible tormenta, está tiritando todo el tiempo? Mientras tanto la piel de la cara se agrieta notablemente, el cuerpo se congela y antes de que me dé cuenta ya estoy de nuevo a los pies del cráter.

Acá me siento para recuperarme, tomo la foto de la cumbre Sur, cuya ladera parece mostrar una apertura con sectores amarillentos de una erupción volcánica. Ahora siento el deseo de ascender a esa elevación porque allá, como he confirmado, puede haber un cráter todavía activo. En eso siento unos soplidos fríos y húmedos y con gran rapidez estoy rodeado por una neblina fantasmal. Ahí no hay más titubeos, ese es el primer mensaje de las nubes que se acercan y de su peligro. Ay de aquel que sea atrapado por ellas en esa altura con nieve y hielo. A él si es que no se lo traga el abismo del glaciar, el frío lo amenaza con la muerte por congelamiento.

Con largos pasos se desciende siguiendo la antigua huella…

Traducción: Álvaro Vivanco

Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1931 Heft 4