Primer Cruce del Cordón Gloria-Fortuna
Por Schulze, Berlín
Algunas veces hemos realizado ascensos, así como diferentes excursiones exploratorias en el más gran estilo que no son poco peligrosas. En una ocasión incluso que una noche tuvimos que esperar pegados a una pared, congelándonos, hasta la mañana salvadora, mientras la «Lola» nos tiraba con cariño algunos metros cúbicos de piedra como advertencia. ¿Y hoy en día? Hoy será atacada la aparentemente inexpugnable fortaleza, el «dolor de muelas», y deberá caer. Así ocurrió que, con una mula y el hermano de los Ortega, nosotros partimos el viernes santo de 1936 a las 6:00 desde el Alfalfal a pie.
Con fuerza avanzamos por la brillante mañana que comenzaba y pronto nos recibió la naturaleza intacta del embriagador valle de la Gloria. A la izquierda se levanta el imponente macizo del Quempo por sobre los cuatromil metros hacia el espacio, a la derecha se disparan las paredes verticales del cordón Gloria-Fortuna como un muro amenazante en el cielo y que por la mitad de ella se arrastran, com un par de pequeñas y feas hormigas contra las fuerzas de la naturaleza, un par de insignificantes personas que se han puesto en la cabeza tomar por asalto una de esas torres dentadas.
Éramos cuatro alegres muchachos de los cuales cada uno tenía su propia característica especial. En primer lugar, estaría nuestro organizador, fotógrafo de la corte, cocinero, buscador de agua y hombre de la medicina Jo Hartmann, el cual desarrolló en la cordillera una asombrosa elocuencia y teoría sobre la fuerza de sanación de los árboles, arbustos y malezas que crecen allá, de forma que uno siempre se deja tentar por las cosas más imposibles de masticar hasta que se siente mal para alegría del otro. El segundo, Mosel, era el más tranquilo de todos nosotros. En tercer lugar, presento a Günther von Hein o «Hein con el acordeón», el que siempre iba tan cargado que tenía que sentarse a llorar. En cuarto lugar, en el grupo, este humilde servidor: Schulze, Berlín. Se pueden ahorrar la cuenta de mis cualidades, puesto que creo que la sola mención de mi nombre, Berlín, lo dice todo. En resumen, compañeros de montaña como uno se los puede imaginar.
Luego de caminar tres horas por el valle de la Gloria aparecieron las primeras sensaciones de hambre. Junto a un riachuelo hicimos la primera pausa para continuar el resto de la ruta sin interrupciones. Realmente vale la pena recorrer este magnífico valle, acá uno tiene de todo, también para el más mimado de los entusiastas de la naturaleza hay placeres para dejarlo tranquilo: aguas claras y frías, abundante vegetación, a la derecha y a la izquierda paredes de roca todavía no escaladas en cuyas altas regiones los cóndores crían a sus polluelos en sus nidos invisibles.
El sol nos ha alcanzado, la ruta se vuelve más empinada, se acaba la sombra que puede dar la vegetación y en su lugar aparecen espinas y matorrales de los cuales Jo opina que son buenos contra la sed y la puna. Le sonreímos con complicidad, ya no nos puede mover de nuestros lugares. Me da pena la pobre mula que, cargada con diferentes mochilas, tiene que hacer una pausa para recuperar el aliento cada par de minutos. A las 3:00 de la tarde tenemos delante nuestro un gran circo, casi sin vegetación, formado por los cordones del Quempo y del Gloria-Fortuna. Buscamos agua y decidimos armar acá las carpas para pasar la noche, algo un poco difícil puesto que debíamos estar seguros de que no nos caerían piedras. Sin embargo, pronto habíamos conseguido esto y con la caída de la noche flameaba una divertida fogata para darle el último saludo al día que se iba mientras el cielo se ponía rojo. Todos conocemos ese magnífico instante en que cada uno, siguiendo sus recuerdos mira fijamente las llamas o cuando la alegría y el buen humor nos permite olvidar las molestias de la vida cotidiana. Nuestro cocinero puso todo su cariño en la preparación de la comida. Hubo porotos con un «embutido». Nos llenamos tanto con esta «comida de los Dioses» que apenas pudimos quedarnos dormidos.
Con las primeras luces del amanecer partimos a una empinada quebrada por la que intentamos ascender. Nuestro arriero quería subir por la misma y supuestamente con una mula alcanzar en cuatro horas la cumbre. De acuerdo a estas afirmaciones, echamos en nuestras mochilas sólo las provisiones necesarias. Sin embargo, tras los primeros cientos de metros nos dimos cuenta de que esta quebrada no era un paseo y que acá sólo una «mula con alas» podría avanzar.
A ambos lados se amontonaban paredes de la altura de una casa, fisuradas y descompuestas, de las cuales -hicimos el intento- al tocar la más pequeña de las piedras significaba iniciar una avalancha. Nosotros mismos debimos tocar piedra tras piedra para confirmar que una de ellas no estuviera suelta. Nos mantuvimos muy juntos para ofrecerle menos blancos a la caída de piedras. Por tres horas anduvimos bien, luego vino el primer «dolor de muelas», para el cual utilizamos la cuerda para darnos apoyo moral. Luego el terreno se volvió tan inestable que seriamente consideramos regresar. Nos encordamos. Trepé algo y no podía seguir ni hacia adelante ni hacia atrás. «Hein con el acordeón» me liberó de esta incómoda posición. Era casi imposible seguir avanzando. Cada paso soltaba metros cúbicos de roca que caían retumbando con eco en el horrible abismo. Sí, ni siquiera nos atrevíamos a cantar a la tirolesa, las ondas sonoras podrían soltar más rocas de las paredes. Nuestras heridas manos sentían, como una suave caricia, la piedra fría. Sin embargo, nada… ningún agarre, ni el más mínimo lugar donde asegurar la cuerda.
Ahora había que escalar por una chimenea y ya sabemos lo que significa una chimenea con roca descompuesta y sin seguros confiables. Finalmente, Jo descubrió una grieta en la roca 15 metros más arriba a la que llegó arriesgando la vida y en la que se pudo introducir. Ahora hay que escalar por una chimenea y ya sabemos lo que significa hacerlo por roca descompuesta y sin poder asegurar en forma confiable con la cuerda. Finalmente, Jo logra llegar, arriesgando su vida, a un nicho en la roca 15 metros más arriba. Ahora podemos ocupar la cuerda para asegurar a los que vienen a continuación y con mucho cuidado -alarma nivel 3 lo llamamos nosotros- de no soltar piedras trepamos de a uno hacia las alturas. Ahora estábamos subiendo por una inclinación de 70°, un verdadero descanso después de lo anterior. Esa fue, más o menos, la batalla más difícil y yo decidí, en silencio, que prefería pasar hambre en la cumbre en lugar de regresar en este punto.
De pronto eran las doce, no supimos cómo; todavía no se veía el final de este interminable desierto de piedra. Una pequeña pausa y seguimos, aunque notoriamente más lento puesto que el aire era menos denso y al corazón le gusta latir más rápido con eso. Jo hacía rato había olvidado sus plantas medicinales, Mosel estaba más tranquilo que nunca, Hein maldecía en silencio su equipo. Eso hacía, al menos, en cada excursión, pero sólo para llevar a la próxima el doble de carga. Schulze Berlín cantaba «Hein juega en la tarde tan bien con el acordeón». Sea como sea, estábamos agotados.
Cuando en la tarde, a eso de las 4:00, nos paramos en la arista de la Gloria, que acá hacía un pequeño recodo, y llenamos nuestros pulmones de aire, el cansancio desapareció, como un mal sueño. En silencio nos paramos sobre la cumbre bañada por el sol dorado de la tarde, toda esta indescriptible belleza como desparramándose en nuestro interior. Cada uno de nosotros conoce las experiencias en la montaña y, sin embargo, no sabemos por qué siempre nos atrae su hechizo.
A nuestros pies, mucho más abajo se encontraba el extenso valle de Olivares con su río de espumas salvajes. Al frente la enorme cadena inexplorada de Olivares con los siguientes macizos: Puntas Negras, Mesón Alto, Cortaderas, Morado, San Francisco, Nevado de Piuquenes y el Tupungato, detrás nuestro los grandes cerros del Quempo en toda su magnificencia y esplendor. ¡Una vista inolvidable!
Tomamos algunas fotografías y buscamos luego un lugar protegido del viento para realizar un consejo de guerra. La misma ruta de vuelta: ¡Imposible! Así que decidimos descender hacia el valle de Olivares, por acá había buenas laderas de acarreo en las cuales nos prometimos hacer maravillas de velocidad. ¡Qué les vaya bien, a la fiel carpa con el fogón, a los porotos con embutido y al resto de los placeres! Nosotros preferimos rodear todo el macizo de la Gloria para no tener que hacer el difícil descenso. Sólo nos preocupaba el arriero. ¿Qué podría poner en marcha por el miedo por nosotros? ¿Sabría cómo empacar todo nuestro equipo?
A paso redoblado, mirando una y otra vez hacia atrás a nuestra conquista, descendimos por la ladera de acarreo. Tras cuatro horas de descenso alcanzamos, ya al anochecer, el puente del Olivares. Marchamos por la oscuridad por las últimas estribaciones del cordón del Olivares hacia el río Colorado, en el cual, ya eran las 12:00 de la noche, no pudimos encontrar el puente. Esperamos junto a una fogata hasta que amaneció. A las 3:00 de la noche -ya no podíamos soportar el frío- buscamos otra vez el puente y esta vez con éxito. Acá nos separamos. Jo y Mosel se fueron a Salinillas, porque creían que allá encontrarían antes el placer de un café caliente y un sandwich, y nosotros, Hein y yo, partimos al Alfalfal para que alguien buscara a nuestro arriero.
A las 8:00 de la mañana, completamente agotados tras un ascenso que había comenzado el día anterior a las 6:00 de la mañana, llegamos al Alfalfal. Habíamos estado 26 horas en movimiento. Le explicamos a los presentes la situación. En cinco minutos teníamos mate y pan que, tras las 26 horas de excursión del hambre, nos parecieron excelentes. Una media hora más tarde, el viejo Ortega se montó para buscar nuestro equipo y finalmente cuando nuestros compañeros llegaron desde Salinillas, la anciana había preparado una cazuela que se dejaba admirar. A las 4:00 llegó el arriero con nuestras cosas que había empacado de mejor forma que nosotros. Todo se había resuelto de la mejor forma.
Como final de este reporte quisiera mencionar para los sedientos de conocimiento que en la cumbre descrita dejamos una pequeña y simpática lata de conservas con pequeñas y más simpáticas sorpresas. ¡Berg Heil!
Traducción: Álvaro Vivanco
Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1937